lunes, 20 de octubre de 2008

DE ROLLING POR UNA ESQUINA DEL BARRIO


Viernes. Ocho y treinta de la noche. Estoy estacionado en una de las tantas esquinas calientes del barrio. Hay movimiento de gente por todos lados. Una rockola suena a todo volumen bajo el ritmo pegajoso de una canción de Paul Simon. Aquí, en este sitio, uno se puede tropezar cara a cara con el desorden etílico, las conquistas prohibidas, los juegos alucinantes que proponen las drogas, las discusiones absurdas por un marcador en un partido de fútbol callejero. Así de sencillo rueda la vida en una esquina del barrio San Isidro. De verdad, aquí la vida fluye muy al natural.
Si hay algo particular que ha caracterizado a este barrio y a sus jóvenes es esta extraña comunión de amor y odio en las esquinas. Ellas son un tipo de narcótico. Un potente relax. Algo atrayente, en especial cuando cae la noche y se alteran los sentidos. No piensen en algún momento que esto es un capítulo del “Mundo según Pirri”. Esto no tiene edición por ningún lado. Es la vida que suda, corre, cae, ríe, se levanta y propone todo tipo de puertas de fuga. Aquí no hay personajes maquillados. Aquí nadie necesita de un doble para las acciones de riesgo y violencia. Aquí impera la ley de las pilas puestas. Las patadas y los puñetazos son parte del repertorio. El azare. La murga. No es lo mismo ver la vida a través de una pantalla de televisión a estar cocinando la jugada desde este ángulo donde todos son protagonistas.
Ahora un grupo de pelaos bailan una champeta de moda. El cigarrillo de marihuana pasa de mano en mano, de boca en boca como una especie de ritual urbano comandado por el peta, el toto, el sammy y otros más. Siempre ha sido así. Otros nombres, otras historias pero el mismo swing. Todo luce más alegre, más vital, más divertido. Todas las miradas están alertas al primer descuido. Hay que estar trucho o de lo contrario se es carne de perro. Aquí los gilbertos pagan patricio. Puro argot de la calle. Nada de vocabulario formal. Aquí ruedan los capos, el pagó, la jeva, el motor, los valecitas, los coles, los chirris, los chupetes. Pero también hay cabida para los locos poetas, los bailarines– cantantes como Catalino Manga, los futbolistas frustrados, los celadores del amanecer. Todo un zoológico de la urbe en un barrio popular. -Hey loco, pilas, ya me pillé el pase de muleta-
El argot callejero aflora al natural como el humo de un bareto. Nuevos nombres. Nuevas caras. Ruleteros, prepagos y atravesados hacen parte de este maravilloso Neverland donde los pobres Peter Pan serían presa fácil. Me tomo un sorbo de cerveza para entrar a tono con la rumba esquinera en este weekend nocturno. Soy una especie de vampiro que sale de noche a recoger fragmentos de vida en estos lugares. Al filo de las diez aparecen grupos de toda clase. Carros van y vienen por las avenidas. Música a un alto volumen. Comienza el verdadero perreo. Los jibaros cambian de turno. Todos andan buscando la comba de esta vida patas arriba. Chicas con atuendos sugestivos se pasean por la pasarela de asfalto y cemento. Piropos subidos de tono. Rechiflas. Ojos dilatados. Algunas sonrisas somnolientas. La rockola mantiene su bombardeo musical. Nadie concibe la vida sin canciones para cantar y dedicar. La guitarra de Santana estalla como fuegos pirotécnicos en medio del agite nocturno.
Se cocinan los buenos asuntos. Algo está por pasar. Aquí cualquier extraño debe pagar la multa y cuidado con braviar, pues el corralito está echado. -¿Quien es esa pinta?- la pregunta vuela como un pájaro malherido. No hay respuesta. Pero todos están alertas, puede ser un tombo vestido de civil.La rumba sigue. No hay descanso para nada. Motos y carros lujosos dan vueltas en busca de alguna presa. La noche es virgen. El trago habita los cuerpos sedientos. Ciertos animales tristes observan este desfile, este panorama para vagabundos. Algo tengo que escupir sobre la página en blanco. No soy diferente a ninguno de estos manes. Todos estamos vestidos con el mismo disfraz. Todos hacemos parte de este singular carnaval. Estoy seguro que William Blake estuvo por estos lares. Aquí las puertas de la percepción no tienen guardianes. Todo es demasiado real. Duele, pero es un dolor necesario. De seguro Dylan Thomas estaría pleno frente a tanto desenfreno etílico. Nadie es catador de primer orden. Todo es bueno para la garganta. Hasta el cococho tiene su grupo de fans. Narices alegres. Muecas especiales. El pequeño baño de la tienda es el averno de Dante. Yo busco ser yo mismo entre tantos altibajos. Me siento como una especie de Hunter S. Thompson de las barriadas. El sabor de la cerveza envenena mi garganta. Una chica baja de un auto mazda. Tiene una culifalda ensamblada en el cuerpo. Cabello largo liso y negro. Cara de picardía. Piernas torneadas. Llega hasta el mostrador y compra 4 cervezas en lata. Mira hacia el auto en donde llegó. El resto de los ocupantes realizan la transacción. La chica regresa al carro. Jíbaro y clientes se pierden en la nada. Sigo alerta. La noche invita a despelucarse. Las frías van y vienen. Todos a mi alrededor tienen cara de Héctor Lavoe, Pedro Navaja, Juanito Alimaña. En mi cabeza una buena canción de Bob Dylan da vueltas y vueltas. Ya es hora de cerrar la carpa de este maravilloso circo. Me siento como una piedra en el camino.
Tambaleante, mi cuerpo se prepara a tomar vuelo. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. El corazón es un cazador solitario. La senda del perdedor. Cualquiera de estos bellos títulos encaja perfectamente en el cuerpo de este barrio, en sus esquinas, en sus calles, en sus historias En mí hay muchas cosas por decir. Esta esquina siempre tendrá algo interesante que compartir cara a cara con quien se atreva a tomar el riesgo de volar sin alas en la espalda. Capítulo aparte. Voy rumbo a mi guarida. Llevo a cuestas un murmullo de voces. La luz del presuroso amanecer traerá canto de pájaros y gallos y gritos ahogados y sudores insomnes. Es la vida desde esta trinchera. Posiblemente para otros esta es la tierra de nadie. La cuna de los perdedores. El lugar propicio de donde nacen mis rabiosas frases.

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