domingo, 19 de octubre de 2008

CORTÁZAR, SIEMPRE CORTÁZAR


Cualquier persona que haya podido estar alguna vez cerca de el escritor argentino Julio Cortázar-aunque para muchos la mejor cercanía hacia un autor es a través de sus obras-no podrá negar que sintió el estremecimiento que proviene del contacto con la materia viva de los genios. Cada página de sus inmortales novelas nos brinda experiencias deslumbrantes o cualquiera de sus cuentos nos conecta con el profundo valor de los testimonios vitales, porque leer a Cortázar es un acto de fe, pues en su obra nada es gratuito, la trama de las historias nace de la urgencia de contar lo simple y sencillo con una mirada de asombro, como cuando un entomólogo observa una nueva variedad de insectos en su laboratorio.

Julio Cortázar nos heredó la búsqueda de diferentes sujetos y la elaboración de un lenguaje propio y ameno para el lector. Toda vida de escritor constituye un drama: un choque de mucha resonancia entre el sistema en que vive-por el cual combate desde la trinchera de las palabras o contra el cual combate desde esa singular posición-y el propio sistema interior. Sin importar si el escritor es reaccionario o revolucionario, sólo para emplear 2 señalamientos manoseados: el creador literario es siempre un inconforme, un alto combatiente, y de allí nace su desaptación. Si existe en el campo de las artes y la creación alguien condenado a ser infeliz, ése es el escritor, porque su trabajo se desenvuelve en medio de categorías éticas ambiciosas, en base de las cuales aspira a vivir, sin alcanzarlo jamás.

Julio Cortázar es la muestra viva de esta situación. Nació en Bruselas, en 1.914, bajo el signo astrológico de virgo (lo cual pudo ser un profundo impedimento para ganar el Nóbel), con grandes tendencias intelectuales (sólo basta recordar la reconocida anécdota ocurrida en un tren que viajaba desde París hasta Praga, en compañía de Carlos Fuentes y García Márquez, donde narró con pelos y señales una pequeña cátedra de cómo se introdujo el piano en la música jazz). Cortázar obtuvo el profesorado en Letras en la Escuela Normal Mariano Acosta y dictó la Cátedra de Literatura Francesa, en la Universidad del Cuyo. Nada de raro tiene que sus obras y su vida sean hoy día el pan propicio para servir en la mesa de las tesis doctorales, licenciaturas, ensayos literarios a lo largo y ancho de Latinoamérica y el mundo. Hay tanto de donde escarbar, hay tanta miga regada en la mesa, tanto para intelectuales, críticos y lectores comunes, porque Cortázar está al alcance de todos.

Los amantes de la literatura de Cortázar vislumbramos la verdadera esencia del mundo en sus nuevas formas de señalar lo cotidiano, lo que está amarrado al destino y a los pasajes inusitados a nuestro alrededor, donde podemos observar detalladamente los límites deslumbrantes que Cortázar nos brinda cuando puntualiza sobre una situación o algún personaje en específico. Él nos enseñó que para degustar la literatura hace falta entrenamiento porque las manifestaciones de la inteligencia y la sensibilidad se han ido comprometiendo en simples manuales básicos para interpretar las obras y el arte. Pero para Cortázar y su obra no existen leyes y reglas que no puedan ser pasadas por alto, pues por esta razón lo único permanente en sus obras es lo transitorio, lo único constante es la inconstancia en las formas de expresión y en las maneras de construcción. Porque Cortázar era un armador de nuevos artefactos con una precisión de relojero. Sólo él sabía cómo desmontar pieza por pieza el aparato mecánico que impulsa nuestra realidad.

La obra cortaziana es una suma de experiencias estilísticas; pero no solamente eso si no mucho más: una profundización en los alienamientos propios de nuestra sociedad donde se requiere de total lucidez para seguir el argumento, los juegos y los rituales a que da lugar. En Cortázar no hay cabida para un falso lenguaje literario, sus obras giran bajo la espontaneidad y el deslumbrante estilo oral sin llegar a caer en una parodia del lenguaje coloquial y ordinario que predomina en la vida común. Los relatos de Julio Cortázar describen la ansiedad como una especie de convivencia que nos identifica como seres humanos, amarrados al espectro social donde se mezclan toda una serie de ingredientes como en la buena cocina; ingredientes que proporcionan un vivo acercamiento a nuestra forma de movilizarnos dentro de esta realidad paradójica (recordar el relato La autopista del sur), que nos ataca cotidianamente, que nos conduce hacia las psicologías intimidades mas insospechadas (La salud de los enfermos, Casa tomada, Una flor amarilla), bajo la argucia de un argumento simple donde flotan las conductas humanas, la invención de giro, la utilización de textos correspondientes a diversos idiomas, los saltos de la expresión lógica.

En la extensa obra cortaziana el mundo se percibe desde diferentes ópticas; tal es el caso del cuento Los venenos, donde el mundo se ve a través de los ojos, la ideación y el comportamiento infantil, con el encanto de los tiempos verbales arbitrarios y las reiteraciones y las ideas contrapuestas que hacen de cortaza un contracuentista por excelencia. Pero que decir del cuento El perseguidor, relato largo lleno de una angustia asistencial que rueda libremente en cada frase colocada en él, donde el observar y el vivir constituyen decisiones que definen de golpe la manera de entender desde otra perspectiva la realidad.

La obra de Cortázar continua siendo de una renovación excelente. Es un sendero amplio que nos indica las posibles rutas para hacer de la literatura una confesión agónica y vitalista al mismo tiempo. Cortázar continua intercalando la realidad lateral y perturbadora con la conciencia visible del hombre, un efecto que logra hacer que el lector se introduzca en el desarrollo de las tramas de lo narrado hasta el punto de quedarse allí para siempre, lo cual demuestra porque cortaza, es siempre Cortázar.

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