sábado, 25 de octubre de 2008

“DE LAS COSAS QUE UNO NO OLVIDA DE UN BARRIO CON CALLES DESTAPADAS”


LA MANZANA
de Robinson Quintero Ruiz

(Barrio San Isidro. Calle Nueva, entre las Carreras Libertad y Bocas de Ceniza pequeña)
(Junio - Julio de 1982)


Patear bien una pelota es cosa de otro mundo. Es una especie de don divino, especialmente cuando uno proviene de un barrio donde el fútbol callejero es algo tan común y corriente. Desde que era un niño, esto se convirtió en una especie de obsesión, hasta el punto de ser reconocido a mis 12 años de edad como el pequeño Rivelino. Todo el tiempo me la pasaba pegándole a un maltrecho balón desinflado. Buscaba la manera de embocarlo dentro de unas pequeñas porterías de madera. Nací en una vieja casa comprada por mi abuelo en un barrio de invasión llamado San Isidro; él la adquirió en el año de 1949 y yo nací 20 años después, siendo el tercero de 4 hermanos. La vivienda está ubicada en la calle Nueva, entre las carreras Libertad y Bocas de Ceniza pequeña. Cuando yo nací, ya el fútbol de barriada era cosa de muchos en el sector, siempre se organizaban campeonatos en la época de vacaciones de junio, cuando la mayoría de los chicos de 12 hasta 15 años, estaban fuera de la temporada escolar. Yo participé por primera vez en uno de esos torneos, durante las vacaciones intermedias de 1982. Estaba el mundial de España en pleno apogeo, las avenidas del vecindario continuaban destapadas y mis hermanos y yo seguíamos viviendo en aquel inmenso predio que el abuelo compró a finales de los años 40. Los abuelos habían muerto algunos años atrás, la edificación había sido remodelada, pero por dentro aún se conservaban cosas pertenecientes a ellos: las 2 tinajas de barro que estaban ubicadas en la cocina, las repisas de madera, la vitrina donde todavía se mantenían celosamente guardados papeles y recibos vencidos, un sable oxidado; el cual había pertenecido a uno de mis tíos maternos, quien prestó el servicio militar durante la década del 40. Mi abuelo pagó por esta casa 1.200 pesos. Desde que yo era un niño, ha existido una gran fotografía a blanco y negro decorando la parte central de la sala; es la fotografía de mi tío Pedro, quien falleció a los 33 años de edad a causa de una extraña enfermedad.


El fútbol siempre ha sido en este lugar tema central en cada esquina, en cada andén, en cada parte donde se encuentren reunidos un grupo de jóvenes. Cada calle tenía su selección para enfrentar a las otras cuadras. Este deporte se vivía con mucha pasión. Los de Manga de oro tenían un cuadro sólido en defensa, pero no eran muy buenos para marcar goles. Los de Caracas eran buenos dribladores y tenían un par de hermanos que eran la sensación del medio campo. Los de Campo alegre tenían una alineación muy equilibrada; pero lo mejor era su arquero; un chico de 14 años muy flaco y con unos reflejos felinos sorprendentes y estaba la línea de mi manzana, la cual era muy modesta y bastante joven, pues la mayoría estábamos entre los 12 años. Éramos un grupo bastante regular y disciplinado. Recuerdo que nuestro entrenador era mi hermano mayor, quien consiguió 8 camisetas y un buzo para que nosotros estuviésemos uniformados. El resto eran equipos de los barrios aledaños al nuestro: Alfonso López, El Carmen, Pumarejo, Loma Fresca, Los Pinos y Los Andes.

El vecindario era bastante reconocido por estos campeonatos y porque es un punto central, donde es fácil movilizarse hacia el norte, el sur o el centro de la ciudad. En sus alrededores quedan hospitales como el Seguro Social de los Andes, el Hospital Universitario, La Liga de Lucha contra el cáncer. También están cerca 2 cementerios: El Calancala y el Universal. La calle Murillo no está tan lejos y existen otros sitios como canchas de fútbol e iglesias muy tradicionales (Chiquinquirá y San Clemente Romano). Recuerdo bien nuestro primer partido; ganamos 2 a 1 a el club “Esperanza” de los Pinos, los de Campo alegre, golearon a “Estrellas” del carmen, 6 -0. El favoritismo era indudable para este equipo, pues el torneo se realizaba en esa calle, entre las carreras la Ceiba y la Independencia. Era una avenida enorme, plana, con una arena menuda y brillante, recuerdo que los vecinos del lugar colocaban sus sillas y mecedoras en las terrazas y andenes para observar los fogosos encuentros bajo el sol rabioso del medio día. Desde bien temprano comenzaba el jaleo en aquel sitio. Algunos vecinos se dedicaban a regar sus terrazas con baldes de agua y mojaban la arena que hacía parte de la cancha de fútbol como para bajar un poco la temperatura. Los juegos estaban programados de la siguiente manera: Durante la mañana se realizaban 2 encuentros, uno a las 10:00 y otro a las 12:000 en punto, luego se hacía un receso y se volvía a jugar a las 2:00 y a las 4:00. Recuerdo bien, que durante las noches muchos de nosotros nos reuníamos a conversar en las esquinas acerca de los partidos jugados por nosotros y los que se llevaban a cabo en las jornadas del mundial de España 82, todo giraba en torno a el campeonato ínterbarrios y a los grandes choques entre aquellas selecciones de ensueño: Italia, Brasil, Argentina, Alemania, Francia. Todos nos imaginábamos que algún día llegaríamos a jugar una final del mundial y que nuestros nombres reemplazarían a los de Paolo Rossi, Zico, Junior, Falcao, Toninho Cerezo, Maradona, Platini, Rummenigge. Así vivíamos nuestras vidas en aquel barrio de tantas calles destapadas.

Yo recuerdo muy bien, que mi hermano mayor guardaba celosamente cada ejemplar de la Revista Deportiva argentina el Gráfico, sobretodo, aquellas que contaban cada partido de la selección gaucha durante el mundial del 78. El, siempre ha sido un devoto admirador del fútbol argentino. Recuerdo aquel afiche gigante en el centro de nuestro cuarto: Fillol, Pasarella, Gallego, Kempes, Luque, Bertoni, Tarantini, Galván, El Flaco Menotti, todos los guerreros que lograron ser campeones mundiales después de vencer a Holanda, la naranja mecánica, 3 goles contra 1, en tiempo extra. Mi hermano siempre guardó la ilusión de que yo fuese un gran jugador profesional como el Beto Alonso, Ramón Díaz y el más grande de todos: Diego Armando Maradona (pues yo también soy zurdo de la pierna). Pero yo era un seguidor a morir de Brasil, el archirival de Argentina en todos los tiempos, yo quería ser como Rivelino, como Gerson, como Tostao, como Dirceu, como Nelinho, me la pasaba todo el tiempo pegándole a la pelota, tratando de hacerla tomar la dirección y la velocidad justa, era un adicto a pegarle a la esférica desde media distancia. Recuerdo que algunas vecinas siempre presentaban quejas a mis padres porque me la pasaba pateando un viejo balón desinflado, de aquellos que les llamaban del viejo Willinton Ortiz. Me gustaba ver como la pelota hacía curvas en el aire, luego de ser impulsado por mi pie izquierdo, pero muchas veces el balón terminaba pegando en la pared, en la puerta o en la ventana de alguna casa de los alrededores. Cierta vez, estaba pateando, sin darme cuenta quien pasaba y atiné a darle a una morena vendedora de cocadas en plena palangana y los caballitos, alegrías, los enyucados y las cocadas salieron volando y me tocó salir huyendo a toda prisa y volarme la pared del cementerio para escapar de la furia de mi madre ante lo sucedido. Es que cuando algo se convierte en pasión, uno no sabe cómo estarse quieto.

Uno a uno iban pasando los partidos del mundial e igualmente los del campeonato ínterbarrios. El equipo de la calle Campo alegre era el más opcionado para ganar el título; la gran figura era su arquero, un chico de aquella cuadra donde se realizaban los encuentros, recuerdo bien que su padre, siempre se sentaba en una mecedora de madera, en su terraza que tenía un piso alto y únicamente observaba los partidos de su hijo. Era carpintero, pero su especialidad era hacer cajones, tenía grandes ojeras debajo de sus enormes ojos, siempre llevaba puesto su sombrero marrón y un brazalete negro en su brazo derecho como señal de duelo por la muerte de su esposa y una hija de 20 años en un trágico accidente ocurrido a comienzos del año 81 en la carrera Providencia con la calle Campo alegre, luego de salir del famoso expendio de carne “El alemán” y un carro sin frenos las arrolló en una límpida mañana de sábado como a eso de las 8:30, cuando ya la vida comenzaba a derramarse por las avenidas destapadas del vecindario.

Nuestro equipo iba poco a poco tomando forma, no estábamos en un buen nivel, pero teníamos ganas y sabíamos como sacar provecho al máximo de nuestras fortalezas. Nuestro arquero era César Rodríguez, un muchacho alto y flaco, cuya mayor cualidad era saber jugar también con el balón en los pies. Luego estaban el defensa Ricardo Ortiz “el Patica de Hierro”, Antonio de la Hoz y Guillermo “El Pocholo” Hernández; y del medio hacia delante estaban Aníbal “El Chiqui” Martínez, José Mattos y yo. Tres buenos dribladotes, tres buenos jugadores con el balón. Aníbal era escurridizo, José era fuerte y yo pateaba bien a larga distancia. Mi hermano siempre ordenaba atacar al rival con todo durante los primeros 15 minutos, demolerlo, marcarle cualquier cantidad de goles y luego esperarlo para contragolpear con Aníbal. Cuando las cosas no salían como él esperaba, pues nos tocaba defendernos con uñas y dientes, pues era mejor empatar que perder. Así se iban dando las cosas, así trascurría para nosotros la vida en aquellas calles amplias y arenosas, en aquellas calles donde cualquier extraño se convertía en un peligroso enemigo.

La casa que el abuelo compró en el año 1949 seguía siendo el único refugio para nuestros sueños. La vivienda había cambiado, ahora ya no tenía aquel enorme patio lleno de árboles frutales, ya no tenía la misma fachada de antes, los pisos de la sala, el comedor y las habitaciones habían cambiado. La puerta principal, las ventanas del frente tampoco eran las mismas, pero la edificación aún conservaba en lo alto de su fachada el nombre completo de mamá junto a la dirección numérica que ahora la señalaba como un sitio particular entre tantas casas que hacen parte del vecindario. Los días iban pasando uno a uno como caballos desbocados, en las polvorientas avenidas el ruido natural del mundo se hacía cada vez más agudo. En las jornadas del mundial España 82, se presentaban grandes sorpresas en cada partido transcurrido; Brasil, el gran favorito para ganar este campeonato mundial, había sido eliminado en un palpitante encuentro frente a la Squadra Azzurri de Enzo Bearzot; Maradona no logró consolidarse como gran figura del mundial, para colmo de males fue expulsado tras una agresión contra un jugador de Brasil. Alemania y Francia continuaban en la senda del triunfo y la selección Polonia de Gregor Lato, volvía a figurar como una de las finalistas. Por otra parte, el torneo ínterbarrio iba quemando los últimos cartuchos, el equipo de la calle Campo alegre fue el primer clasificado, luego el cuadro “Júnior” de Lucero y la línea “Los Magníficos” de Alfonso López; sólo quedaba un cupo y estaba disputado de una manera estrecha por los de la calle Manga de oro, el grupo de Caracas y nosotros, los de la calle Nueva. No fue fácil, pero logramos superar por un amplio resultado a los pelaos del Carmen. Conseguimos llegar a la final, estábamos alegres y dichosos por el triunfo obtenido; Pero tristes en el fondo por la eliminación de la Selección Brasil. Ahora hacíamos fuerza a la selección de Francia, una maravillosa selección conformada con jugadores de la talla de Plattini, Battiston, Giresse, Tressor, Tigana…

En la esquina de la calle Nueva con la carrera Libertad, todas las noches, entre las 7 y las 9, se reunía un combo de muchachos para hablar de fútbol, únicamente de fútbol. Las fechas de las finales, tanto en el mundial como en el campeonato ínterbarrios, estaban próximas, yo no podía dormir por ambos motivos, era como tener un millón de tierrelitas volando dentro del cuerpo. Pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en mi cuarto, leyendo revistas deportivas donde se narraban las hazañas que los jugadores habían realizado durante el pasado mundial en Argentina 78; Esto me motivaba demasiado, yo cerraba los ojos y creía estar allí, en ese glorioso momento en el césped del estadio Monumental de Núñez, la casa de la selección Argentina y del equipo local River Plate. Todo era un simple sueño que flotaba en el corazón desnudo de un chico de 12 años, criado en un barrio de calles destapadas, donde el fútbol era el pan nuestro de cada día. Un chico que estaba creciendo física y mentalmente entre las tantas paredes que hacían parte de la casa que el abuelo compró en 1949.

Las llaves de las semifinales estaban hechas, a el equipo de Campo alegre le tocó jugar contra el grupo de Alfonso López, y a nosotros nos tocó contra los pelaos de Lucero; el otro gran favorito para salir campeón. Recuerdo bien aquella tarde de vacaciones de 1982, la calle Campo alegre, donde se realizaba el campeonato, estaba totalmente llena de gente, vendedores de paletas, raspao, agua y bolis. Toda una muchedumbre vociferante alrededor de la pequeña cancha marcada con aserrín mojado. Recuerdo que cuando estuve dentro de la cancha, sentí esa rara sensación de estar fuera de mí, no fuera de este mundo; al contrario me sentí totalmente apegado al fútbol, a estas calles, a estas esquinas y estas aceras del barrio, a la casa apacible donde vivía con mis padres y hermanos, me sentí profundamente humano y con ganas de conocer mejor el mundo donde me encontraba. Fue un partido difícil, comenzamos perdiendo y ya casi para finalizar logramos sacar un empate, el cual llevó el encuentro a una definición por tiros penal, donde salimos victoriosos, gracias al flaco César, nuestro arquero.

Era raro, todos vivíamos en la misma manzana y nuestras familias habían llegado al barrio durante la misma época. Mi hermano nos preparaba físicamente tres veces a la semana (lunes-miércoles y viernes), dando vueltas a la manzana durante 30 minutos; así que cada uno de nosotros los integrantes del modesto equipo de la calle Nueva, conocíamos detalladamente nuestra manzana en el vecindario. El equipo de la calle Campo alegre ganó su partido y pasó a la final, así que el domingo nos enfrentaríamos a ellos, en su patio, frente a sus familiares y fanáticos, bajo el sol de Julio a las 3 de la tarde. El mundial también había llegado a sus últimos encuentros, Francia perdió en un choque inolvidable frente a Alemania e Italia logró vencer a Polonia. La final sería entre la Alemania de Rummenigge y Breitner contra la Italia de Rossi y Conti. Aquella mañana de domingo, me levanté bien temprano, comencé a patear el balón desinflado del viejo willy con José mattos y Aníbal, luego llegaron César y Guillo y más tarde el resto del cuadro. Mi hermano nos observaba desde la ventana principal de la casa, sonreía a plenitud, pues sabía a ciencia cierta que ya nosotros éramos campeones porque habíamos descubierto el verdadero tamaño del mundo…

El partido comenzó a las 3:05 de la tarde, poco a poco fuimos tomando confianza, poco a poco fuimos descifrando las jugadas de los chicos rivales, poco a poco la calle se fue quedando en silencio, éramos 7 muchachos que se habían tomado en serio, esto de jugar una final de fútbol callejero. Terminó el primer tiempo, cero goles. Tuve la sensación que el momento del descanso había pasado volando. Nuevamente estábamos en medio de la calle como una banda de pistoleros que estaban dispuestos a enfrentar su máximo duelo, en una de esas callejuelas desiertas del lejano oeste. Comenzamos atacando con ganas, pero no logramos vencer la resistencia del arquero rival, quién se había convertido en el mejor arquero del campeonato, llevaba tres partidos invicto y sólo le habían podido anotar 6 goles a lo largo de la competición; era la valla menos vencida. Tremendo reto; pero allí estábamos frente a él, dando pelea. El partido estaba para terminar; ellos estaban atacando con todo sus restos, no querían dar una mala impresión frente a sus seguidores y familiares. Uno de sus delanteros quedó en posición del balón y lo pateó con dirección hacía nuestro arco, la esférica llevaba una fuerza y colocación sorprenderte, nuestro arquero estaba vencido, pero la pelota se estrelló en el travesaño del arco y se elevó. Todos estábamos a la espera, todos teníamos la mirada pegada en el balón que venía cayendo, de repente, Guillermo “Pocholo” Hernández, logró despejarla de una manera impresionante, realizó una maniobra en el aire, se sostuvo como por arte de magia y por fracciones de segundos y con su pierna derecha despejó la esférica con una “chalaca o chilena” en dirección al campo rival, donde únicamente esperaba el larguirucho arquero de la calle Campo alegre. Yo estaba como cinco pasos adelantado a los demás jugadores, corrí en busca del balón, un jugador del equipo rival corrió tras de mí y el arquero de ellos volvió a su portería, se acomodó a la espera de la jugada, la pelota continuaba su trayecto por el aire, cuando sucedió algo totalmente inesperado; la esférica fue desviada de su recorrido por un cable telefónico y tomó rumbo al sector izquierdo de la cancha, yo giré de inmediato, fui en busca de ella, aún estaba más adelantado que el otro muchacho. El balón cayó sobre el suelo desnudo, una nube de polvo se elevó, todo estaba en silencio, los observadores del encuentro estaban expectantes a lo que iba a suceder, y antes que la redonda tomara altura otra vez, yo le pegué con la parte externa de mi pie izquierdo y luego levanté la cabeza para ver la trayectoria del balón hacía al arco donde estaba ubicado el flaco arquero de la calle Campo alegre, el balón iba tomando fuerza y ubicación hacia el ángulo derecho del arco rival, y el chico, quién se había colocado en un primer momento hacia el lado opuesto, trataba de componer su posición, pero la pelota iba rauda, sin respiro, como impulsada por un millón de piernas, yo sólo recuerdo la impresión en el rostro del padre de aquel chico larguirucho, quien estaba sentado en la terraza de su casa observando las incidencias del juego. El hombre se levantó despacio de su mecedor maltrecho, se acomodó su sombrero y luego entró como en cámara lenta por la puerta principal de su casa, dándole la espalda a un mundo ajeno y estrecho, un mundo que sólo sabe propinar patadas y mordiscos cuando se trata de hacer reales algunos sueños…

Ya no nos importa lo que ocurriese en la final del mundial España 82, ya no importaba que el tiempo pasara a toda prisa y que en un futuro cercano o lejano, las calles del vecindario fuesen pavimentadas y con ello, quedasen sepultadas tantas situaciones y recuerdos de aquellas vacaciones de junio y julio de 1982. Ahora éramos parte de aquella historia anónima del barrio; aquella historia que termina siendo ficticia para los integrantes de las nuevas generaciones que se reúnen en las esquinas todas las noches a hablar de fútbol. Pero en la memoria de aquellos 7 siete chicos, siempre quedará grabada la vuelta olímpica alrededor de la manzana, donde aún queda aquella casa que el abuelo compró en el año 1949….

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