domingo, 19 de octubre de 2008

LA COMUNIDAD RODANTE


Muchas veces uno piensa que ha visto de todo porque ha vivido en tantos lugares de este congestionado planeta, pero de verdad, la vida misma muchas veces se representa, se expande y se consolida en espacios muy reducidos. Estoy en Bogotá, Colombia, una ciudad de lluvias livianas y permanentes como su tráfico de automotores y transeúntes presurosos. Bogotá, la capital y patria de muchos, la que alberga entre sus venas una comunidad rodante que nunca para: el transmilenio.
El pronóstico del clima es bastante favorable para este lunes monorrítmico. La ciudad comienza a tomar su largo aliento. Son un poco más de las seis de la mañana. Estoy en pie para verme cara a cara con esta realidad sedienta. Con pasos raudos me dirijo hasta uno de los tantos paraderos del transmilenio o transmilleno como muchos lo designan. Para mí, es toda una experiencia llena de vértigo, es como escuchar una buena canción de Tom Waits y saberse aparte en este extraño mundo de consumismo. Largas filas de personas abordan mi mirada, son como millares de hormigas en un cuento de Cortázar. Compro el tiquete que me hace partícipe de la comunidad rodante. A mi lado, el mundo se hace homogéneo. A pesar de tanta violencia y distinciones de todo orden, aquí, somos una cofradía que no necesita de tantos códigos para comunicarse, para hacerse sentir. Aquí se reúnen estudiantes, vendedores, ejecutivos, amas de casa y perdedores con suerte como yo.
El ruido de la vida circula por ambos flancos. Los olores se hacen presentes, sueños atrasados, impotencia por la falta de tiempo, preocupación por los menesteres de hacer parte de un mundo que cobra altas tarifas por dejarnos ser pequeños protagonistas de este circo barato. Todos lucen con orgullo sus mejores pintas: deportistas, punkeros, yuppies, secretarias, mercaderistas, emos, aseadoras, impulsadores de todo tipo de producto y por supuesto escritores vagos como en mi caso, que sólo gastamos el tiempo buscando la curva de este mundo al revés.
Dentro, ya no hay distinción. Algunos guardan silencio, otros observan el paisaje urbano, muchos se esconden dentro de sus gafas y portafolios, otros más, buscan el rincón adecuado a través de la música que fluye lentamente por sus aparatos de alta tecnología. La vida sigue, se acrecienta cada vez que la voz de fondo anuncia una próxima parada. Muchos bajan, pero de igual manera suben para compartir este delicioso viaje sumido en un mundo demasiado particular. Da la sensación de que las calles se mantienen alertas ante el desplazamiento de esta comunidad apretujada como sardinas en lata. Si, no cabe dudas, este es un viaje a le despensa misma de la realidad.
A esta hora los celulares se ponen de acuerdo para sonar al mismo tiempo, es una especie de fuego cruzado, pero nadie se siente entre líneas enemigas. Aquí, cardenales y embajadores dejan de lado los rencores, hombres y mujeres comparten sus angustias como panes en mesa de albergues infantiles. Los ocupantes de la comunidad rodante son como ángeles con las alas marchitas, algunos impregnados de aromas pobres, nicotina, licor, lociones baratas, pero el sudor característico de lo humano y lo terrenal nos cubre a todos. Da lo mismo, la vida sigue, tiene sus altibajos, sus huecos en el camino, sus paradas pertinentes; pero muy al frente hay una línea, un horizonte, un rastro que espera por cada uno de nosotros, sin importar si hoy desayunamos o salimos de casa con el alma entre los puños y los dientes. No es fácil vivir de esta manera, pero aquí dentro los sueños son más tangibles. Soñar en movimiento y con los ojos alertas es como estar drogado.
La vida se desplaza entre las demarcaciones amarillas en el suelo de asfalto o concreto, nada la detiene. Va tomando fuerza. Desde adentro, esta ciudad luce un poco más segura. No tengo ganas de marcharme. Comienzo a quererla secretamente. De a poco, me voy vistiendo con su delirio y su smog aletargado. Es extraño, pero desde esta colectividad bizarra hallo mis metas y objetivos. Poco a poco comienzo a compartir esta afición por el tiempo. Hace calor, pero es un calor común, un calor de hogar. Afuera la ciudad parece abandonada. Lo único vivo es el ruido sereno de la comunidad rodante. La estampida de las personas en cada estación le da festividad y vitalidad al viaje. No hay distinción de ninguna clase: ancianos y niños, locales y foráneos, buenos y malos comparten el nacer de los anhelos como este débil sol que se asoma entre los cerros. Es Bogotá que arde por tener dentro de sus venas este recorrido exclusivo que huele a espíritu joven, a renacer entre cenizas, a palabras rotas que inventan otra clase de cielo.

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